Ya no era la de entonces. La perpendicularidad de la cúspide de sus senos, que tantas pasiones, celos y disputas provocaba antaño en las cantinas de Rosario, ahora no era más que la evocación de dos colinas separadas por el cauce de un río que en un tiempo milenario tuvo agua.
En Argentina, durante la guerra, logró ser feliz. Aunque estaba lejos de los suyos, los rasgos de una espléndida juventud tardía le permitían disfrutar de constante compañía masculina. Y no necesitaba más. Su carácter individualista derivó en un fuerte egocentrismo que no le dejaba ver más allá de un radio de dos metros con centro en su ombligo.
Los años de exilio pasaron volando.

Su familia había desaparecido. De sus viejos amigos, ni rastro.
A su regreso, su antigua casa no era más que una confitura de piedra y metal. Hizo acopio de fuerzas para no derrumbarse ella también y alquiló un cuartucho con vistas a un muro de ladrillo que costeó con un trabajo a jornada más que completa en un viejo telar.
Así, desde una mañana como esa, habían transcurrido catorce años de agujas y dedales. Pero ya no era la misma. Su cuerpo no aguantaba el trajín de antaño y comenzaba a perder facultades.
Se asomó a la ventana y observó esos ladrillos mal puestos por última vez. Cogió el tarro con sus ahorros, cerró la maleta y se marchó al asilo.
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