martes, 20 de mayo de 2008

Relato: Fritanga

El cuarto estaba presidido por una amplia cama de matrimonio escoltada en ambos flancos por dos armarios empotrados de pino. La única ventana apuntaba hacia el hortera rótulo de neón de la tasca de enfrente. Un olor a cebolla y a carne a la parrilla se colaba en la habitación los días impares, mientras que los pares la habitación tenía una ambientación a fritanga de pescado. Y es que aquella parte de la ciudad no era conocida precisamente por aparecer en la Guía Michelín.

Pedro depositó sobre la desvencijada moqueta un amasijo de metal oxidado que antaño pretendió ser un saxofón.

Había abandonado su pueblo natal, Aguilar de Campoo, huyendo de una vida color galleta para intentar abrirse camino en el mundo de la música. De eso hacía ya 23 años, que pasaba vagabundeando por Barcelona con su viejo instrumento.

Esa tarde había estado mendigando en los alrededores del Tibidabo, en busca de la caridad de los domingueros mientras les obsequiaba con cuatro notas mal cosidas. Pero no hubo suerte, lo que era habitual para Pedro. Ya se sabe, la pela es la pela. Daba igual que lo intentara en el Barrio Chino, en el Puerto Deportivo o en mitad de la Diagonal. Nadie le hacía caso.

Llevaba sin comer dos días y el olor que penetraba en el polvoriento cuartucho no hacía más que agrandarle por momentos la boca del estómago. Se consoló pensando que al menos tenía un sitio donde dormir.

Cinco años atrás evitó que Petra fuese atropellada en la calle Jaime Guillamet. Desde entonces ella le permitió quedarse gratis en el inmueble medio en ruinas y prácticamente deshabitado que tenía a modo de pensión.

Era el duodécimo día del mes, por lo que la esencia de la pescadilla frita rebotaba de pared a pared. Una idea invadió su cabeza, fritanga. Intentó olvidarlo para no acentuar más su calvario, pero no pudo. Una mezcla de desesperación y frustración recorrió su cuerpo varias veces de arriba abajo haciendo escala en el vientre. Bajó las escaleras a trompicones y salió a la calle. Ya no aguantaba más.

Un taxi atravesaba la calle a excesiva velocidad en dirección al mar. Pedro saltó a la calzada. Las gitanillas que jugaban en la acera emitieron al unísono un grito horrorizado.

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